La gente vota y grita en las democracias, pero ni el voto, ni el grito dañan la hegemonía de los oligarcas en el poder. El Estado en las actuales democracias degeneradas es, si cabe, todavía más fuerte y dominante que el Estado soviético, además de mucho más inteligente. No necesita la censura porque ha logrado imponer la autocensura y gestiona el miedo y la mentira de manera sofisticada y hábil, logrando que los esclavos se sientan libres. Los poderosos en las democracias gozan de los mismos o superiores privilegios que los que disfrutaba la nomenklatura de Breznev: sueldos altos, coches oficiales, acceso a la corrupción y a fondos secretos, impunidad práctica, poder sobre los demás, ostentación, etc.
El sistema seudodemocrático que nos gobierna y el anticuado sistema soviético funcionan con el mismo mecanismo básico: El Estado aplica fuerza letal a toda la población para abastecerse de todo lo necesario, sin tener que justificarse.
Ambos estados recaudan de manera inmisericorde impuestos y encarcelan, a punta de pistola, al que se niega a pagarlos, esté o no de acuerdo con el fin a que se destinen esos fondos. Ambos sistemas han asesinado a Montesquieu y dominan y contaminan los grandes poderes del Estado, incluso la Justicia, que está sometida al poder político. Los dos sistemas interpretan las leyes como conviene al poder, aplicándolas con dureza al adversario y de manera benévola para el aliado. Un sistema y otro odian al ciudadano, han devaluado al individuo y lo han expulsado de la política, ejercida en régimen de monopolio por partidos que, aunque dicen respetar la democracia, funcionan internamente con reglas totalitarias, igual que el viejo PCUS. Ambos sistemas han ocupado la sociedad civil y la han llevado hasta el borde del exterminio, aunque la democracia lo hace hipócritamente, estrangulandola mientras habla de la importancia del ciudadano y proclama su respeto al equilibrio (inexistente) entre las esferas públicas y privadas.
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