Los gobiernos democráticos contemporáneos, nos dice B. Manin, han evolucionado a partir de un sistema político que fue concebido por sus fundadores no como un sistema democrático sino en oposición precisamente a la democracia. Para Madison, uno de los padres de la Constitución estadounidense, la diferencia entre las repúblicas griegas y el gobierno americano radicaba en “la exclusión total del pueblo” del gobierno a favor de sus representantes; este hecho hacía superior a Estados Unidos, en relación a otras repúblicas o formas de gobierno. Los padres fundadores no pensaban que la representación era una forma de democracia sino que era un sistema político esencialmente diferente y superior que ponía a salvo de las turbas, o mayorías empobrecidas, a la república pasando por el tamiz de los órganos elegidos las pasiones e instintos poco racionales de los gobernados. Correspondía a una elite de elegidos discernir sobre los verdaderos intereses del país cuyo patriotismo y “amor a la justicia” así como sus propiedades les impediría sacrificar los intereses del país a consideraciones morales, temporales o parciales.
No obstante, los gobiernos representativos o delegados acabaron apropiándose del término democracia justificando, desde la teoría, que en realidad se trataba de una forma de democracia indirecta. Pero, desde el punto de vista de la teoría política, es difícil explicar esto del gobierno indirecto cuando resulta que los que gobiernan indirectamente a través de sus representantes carecen de control sobre las acciones de sus “mandados o mandatarios” -la inexistencia de mandato imperativo en los sistemas modernos otorga un alto grado de independencia de los gobernantes respecto de la “voluntad popular”, y la revocabilidad de los representantes es muy limitada-. Hay, sin embargo, una razón que explica mejor por qué se soldó el término democracia a los sistemas representativos modernos: su gran poder legitimador del ejercicio del gobierno.
Los reparos de los gobiernos representativos hacia la universalización del voto surgían precisamente del temor a que las mayorías no propietarias pudieran elegir como gobernantes a miembros de su misma clase social, dejando fuera a las elites propietarias. Sin embargo, con el tiempo, la mecánica electoral fue convenciendo a dichas elites de que el sufragio universal no constituía ningún peligro sino todo lo contrario, la posibilidad de contar con las más altas cotas de consentimiento para el ejercicio del poder. Todos los sistemas electorales y la maquinaria de los medios de comunicación de masas -incluidas las empresas de relaciones públicas-, fueron concebidos para garantizar que los electores elijan la opción adecuada a los intereses o valores de la nación -previamente definidos-.
Extracto del artículo de Ángeles Diez