Los peruanos hemos nacido en un territorio pleno de riquezas y paisajes de encanto. La biodiversidad existente, que es el fundamento de la abundancia natural, se hace extensiva a la alta diversidad étnica y cultural; y es en esta suma de diversidades que los peruanos podemos encontrar cientos de razones para estar orgullosos de nuestra nacionalidad.
Chan-Chan, Caral, Machu Picchu, las líneas de Nazca, los tejidos de Paracas, son algunas de las tantas joyas que unidas a las fiestas, costumbres, gastronomía y otras tradiciones conforman el legado cultural de nuestros antepasados. Se sabe que un viaje de Lima a cualquier parte de la amazonía peruana nos permitiría observar más de las tres cuartas partes de paisajes y climas que tiene el planeta. Ante estas bondades, ¿cómo no estar orgulloso de haber nacido peruano?
Pero mientras la “diversidad” esté acompañada de conceptos como el de “diferencia” o “discriminación”, será bastante difícil superar los problemas que enfrenta el peruano típico, y el orgullo por la nación, puede transformarse racionalmente en rabia, desilusión o éxodo como ha venido ocurriendo hasta los años 90 del siglo pasado.
En un país con grandes diferencias sociales, el Estado peruano no sabe representar a la mayoría de la población y no garantiza sus derechos. Un ejemplo lo da el actual gobierno que ante la necesidad de recursos fiscales ha preferido proteger los intereses de grupos de poder económico y no el de la población mayoritaria, de este modo exonera de impuestos a las empresas mineras y recorta el presupuesto de las municipalidades rurales (afectando programas sociales como el “vaso de leche”) o es incapaz de incrementar los gastos en educación para dar infraestructura adecuada a los colegios públicos.
Un estado que nació, creció y hoy madura en la corrupción, está lejos de garantizar los derechos de nadie, porque a las autoridades sólo les preocupa salvaguardar sus intereses económicos, mientras que poco importan los ciudadanos de segunda y tercera clase, los pobres, más del 40 por ciento de peruanos, que nunca reclamarán nada porque para eso se tiene a los medios de comunicación que los distraerá con telenovelas, fútbol, escándalos y chismes.
Para algunos, el Perú todavía guarda ciertas características de la sociedad de castas del Virreinato. Lo comprueba, una élite que se perpetua a sí misma con estrategias rentistas y mercantilistas, que controla el poder político; aquella que sostiene sin ambages la discriminación étnica que a diario vemos en la televisión y publicidad, donde lo menos que hay es el color de piel del noventa por ciento de la población.
Este divorcio de una nación capaz de enorgullecernos por su propia diversidad y un estado ineficiente, corrupto y sumiso a los grupos de poder, marca nuestra identidad como peruanos y posiblemente nos condene al atraso y pobreza si antes no reflexionamos y actuamos.
El único medio capaz de remontar este divorcio sería la educación. Ciudadanos pensantes, bien informados, capaces de organizarse para la defensa de sus intereses, con iniciativa para movilizarse ante abusos o atropellos, con capacidad para revocar a las autoridades ineptas, con interés por valerse de todos los medios que la sociedad civil ofrece e intervenir en política: son ciudadanos con educación, y es lo que menos tenemos entre los sectores desfavorecidos.
Spiritus Reisz
Chan-Chan, Caral, Machu Picchu, las líneas de Nazca, los tejidos de Paracas, son algunas de las tantas joyas que unidas a las fiestas, costumbres, gastronomía y otras tradiciones conforman el legado cultural de nuestros antepasados. Se sabe que un viaje de Lima a cualquier parte de la amazonía peruana nos permitiría observar más de las tres cuartas partes de paisajes y climas que tiene el planeta. Ante estas bondades, ¿cómo no estar orgulloso de haber nacido peruano?
Pero mientras la “diversidad” esté acompañada de conceptos como el de “diferencia” o “discriminación”, será bastante difícil superar los problemas que enfrenta el peruano típico, y el orgullo por la nación, puede transformarse racionalmente en rabia, desilusión o éxodo como ha venido ocurriendo hasta los años 90 del siglo pasado.
En un país con grandes diferencias sociales, el Estado peruano no sabe representar a la mayoría de la población y no garantiza sus derechos. Un ejemplo lo da el actual gobierno que ante la necesidad de recursos fiscales ha preferido proteger los intereses de grupos de poder económico y no el de la población mayoritaria, de este modo exonera de impuestos a las empresas mineras y recorta el presupuesto de las municipalidades rurales (afectando programas sociales como el “vaso de leche”) o es incapaz de incrementar los gastos en educación para dar infraestructura adecuada a los colegios públicos.
Un estado que nació, creció y hoy madura en la corrupción, está lejos de garantizar los derechos de nadie, porque a las autoridades sólo les preocupa salvaguardar sus intereses económicos, mientras que poco importan los ciudadanos de segunda y tercera clase, los pobres, más del 40 por ciento de peruanos, que nunca reclamarán nada porque para eso se tiene a los medios de comunicación que los distraerá con telenovelas, fútbol, escándalos y chismes.
Para algunos, el Perú todavía guarda ciertas características de la sociedad de castas del Virreinato. Lo comprueba, una élite que se perpetua a sí misma con estrategias rentistas y mercantilistas, que controla el poder político; aquella que sostiene sin ambages la discriminación étnica que a diario vemos en la televisión y publicidad, donde lo menos que hay es el color de piel del noventa por ciento de la población.
Este divorcio de una nación capaz de enorgullecernos por su propia diversidad y un estado ineficiente, corrupto y sumiso a los grupos de poder, marca nuestra identidad como peruanos y posiblemente nos condene al atraso y pobreza si antes no reflexionamos y actuamos.
El único medio capaz de remontar este divorcio sería la educación. Ciudadanos pensantes, bien informados, capaces de organizarse para la defensa de sus intereses, con iniciativa para movilizarse ante abusos o atropellos, con capacidad para revocar a las autoridades ineptas, con interés por valerse de todos los medios que la sociedad civil ofrece e intervenir en política: son ciudadanos con educación, y es lo que menos tenemos entre los sectores desfavorecidos.
Spiritus Reisz